Piccadilly Circus


Entrecortada su respiración, pasos coordinados y manos en los bolsillos. Los primeros copos de nieve hacían su entrada triunfal y Piccadily Circus se revestía de un glaseado blanco que cubría todo a su alcance. Sus mejillas entumecidas y su nariz goteando, y en su cabeza la melodía perdida sacada de algún claustro al paso, algo así como Radiohead mezclado con Pink Floyd, osado pero sutil. La gente que observaba a tientas el paso del hombre del saco se paseaba por el nevado Londres con algún propósito, enredado y enmarañado en la rutina, pero en fin… propósito. Él solo seguía su rumbo, debía llegar antes que el tiempo. Sus últimas cartas ya estaban jugadas, sólo le quedaba por delante observar, sólo le quedaba respirar el aire helado a bocanadas, sólo le quedaba vivir.
Y entre sus ganas de vivir se extendía el miedo y la expectativa, había pasado demasiado tiempo encerrado en la bruma del desconcierto. Era diferente, el tiempo había erosionado su coraza como el agua a la roca, y había dejado al descubierto su deslumbrado punto débil. Él amaba la ciudad con cada partícula de su entidad, las tierras inglesas le habían regalado lo que las tierras del sur no habían podido darle: la gracia de vivirse a sí mismo con la plenitud del sol. Y aunque parecía un hombre melancólico, su corazón rebosaba de calidez. Tapado con su saco se sentó en un banco, encendió un humedecido cigarrillo, y miró, tranquilo, pacífico, despacio. Él sabía que debía llegar hasta la capital de los caballeros y las ladys, un recuerdo de niñez que lo impulsaba. Tenía que esperarla allí, donde la había visto por última vez. Esa era su única promesa, la única de su vida, su única mujer y su único sueño. Y allí aún la aguarda.


Comentarios

Entradas populares de este blog

Argia.

Son horas.