El Pintor.

Una reverencia suave. Dos ceniceros. Se entretejían en sus labios los recuerdos hechos palabras y salían como una rémora perdida analizando con quién rozar sus lomos. Una rémora. Una vez se lo dije y se enojó, porque lo tomó con el aire incorrecto y parasitario que proporcionó el énfasis de mi comparación. Tu necesidad de admirar a veces es auto-denigrante.

Pretextos que eran la luz de un umbral daban un sinuoso destino que era tu hombro, sólo un punto por encima del brazo que a todos nos encantaba besar. Y pasarle el pulgar, despacio, en la parálisis de no poder usar las manos para desnudarte. En las fantasías de lograrlo alguna vez.

Lástima me dabas, también, porque hundida entre sábanas mustias tenías que contarle tu historia a un desconocido, para ver si te ayudaba a levantar el peso de tus travesías por la Ciudad de la Soledad a la que todos naufragamos en algún momento de los viajes. Descubriendo a la mañana siguiente los continuos polos congelados de tu cama.

No me conocías en ese entonces. Fui un torrente de luz tibia, que fumaba y te tocaba la guitarra, que amaba el té con leche y alfajores de miel, que te regalaba flores para hacerte enojar sabiendo que las odiabas, para matar las tardes. Y te hacía el amor, pero no el amor, sino ese que se hace con poco tiempo y por encima de la superficie. Ese para quitarnos de encima lo estúpidamente inmaculado, la espera, los días, los golpes del tiempo, las malas rachas de la vida, la lluvia, Buenos Aires, la gente, las velocidades, el polvo acumulado sobre los muebles, la comida pre-cocida, las migas en la alfombra. Después me hablabas dos o tres estupideces de Loeb mientras te delineabas los ojos. Quizás aparecías en ropa interior únicamente vestida con mi camisa blanca con tirantes negros que te llegaba casi hasta las rodillas y una boina. Pocas veces además del show servías dos copas de merlot y bajabas la tapa del tocadiscos para empapelar la habitación con Lester Young. Y yo no podía hacer otra cosa que tragarme la llave de mis esposas y morirme en la eternidad de tu swing. 

Perfecta como siempre. Senil en las nimiedades pero a la espera de azotar con palabras justas. Haciendo de todo un juego y del juego una forma de vivir. ¿Qué éramos sino lo más decadente de la humanidad? Encerrados en ese cuarto dos, tres, cuatro días. Fumando. Bebiendo. ¿Qué hacíamos sino creernos en la cima del mundo? Cuando en realidad le temíamos hasta a los calendarios. ¿Y qué más absorbiste de mí sin respirar? 

Habríamos podido salvarnos los dos. Pero nadaste hasta mis aguas más profundas, quitaste el tapón y me arrastró el desagüe. Secaste todo de mí al tomarles la mano a los que eran otros. Siempre fuiste de todos y de nadie.

En la celosía furiosa le fallé a tu hombro y el fino metal fue a parar más abajo. Al fin y al cabo era allí donde quería apuntar. Y fuiste arte hasta el final, pintando la alfombra con baldazos de rojo carmesí. 

Te apagabas, lentamente te apagabas. Entregándote por completo a tu obra final. Y ahí quedaste plasmada, por delante de una mancha roja interminable. Y con acrílicos te retraté. 










Comentarios

  1. El saber delicado del conocedor elocuente se hace sentir en el pulso vivo de tu pluma. Seguí así

    ResponderEliminar

Publicar un comentario

Entradas populares de este blog

Argia.

Son horas.