Así nació.

Arremetí con ese té falto de azúcar que me amargó varios minutos y me senté a ver un interior de la taza que jamás reconocí. Yo buscaba siempre el momento para sentarme y escribirte algo, nunca supe bien qué, pero las ideas se escapaban por la rendija ubicada entre los dominios del reloj y del lamento. Tenía recuerdos, sí, que se habían convertido en azucenas y plantándose en un jardín del pensamiento construyeron sin querer un prado. Una de esas se llamaba como vos, y era azul, azul eléctrica. Se retorcían sus tallos siguiendo el borde de un papel en el que se había compuesto el mejor de los rock and rolles. El viento hacía resonar unas ramas, las gotas de agua que caían de las hojas al costado del río marcaban el compás. Un enano perdido, hijo del barro, se topó con el papel y recitaba las palabras que un dios había escrito en épocas de antaño. De sus palabras el barro fue tomando forma y vinieron a cantar otros enanos a coro. Y los edificios crecieron con esa melodía de fondo. Y se tomaron decisiones. Y entre esas decisiones fueron hechas unas tazas, las primeras tazas de la humanidad. Y fueron pasando por los años con las imágenes del comienzo guardadas en su fondo. Hasta que vertí el agua sobre el saco, sobre la taza y sobre el dorado que se desprendía del fondo, mostrándome un prado de azucenas.

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