Mandoble.

Correr no.
Si ya estás volando.
¿Para qué corrés?
Te escapás de las luces.
Te tapas con el humo.
Te prendés un cigarrillo.
Partículas sonoras de colores fugaces tintinean en el aire.
Mientras descendés. O ascendés.
Ya nadie sabe.
Pero todos quieren saber. Y no paran. No paran.
Después querés que te escuche. Pero no te escucha.
Por que también está en el mismo lugar que vos, pero a miles de kilómetros.
En las calles la gente camina con ojos vacíos. Y uñas largas.
Y te da miedo. Pero yo sólo sé que ellos te temen más.
Por lo que de un modo te admiran.
Esa obsesión maníaca de alabar lo que más temés.
Y toda tu vida ha sido así. Una imagen desteñida con el sol.
Embellecida cuando el alcohol está diluido en la sangre. O quizás algo más.
O mejor aún cuando la ves a través de ojos que no son tuyos.
Por que, ¿Dónde estás realmente? No exististe jamás por tu cuenta.
Siempre fuiste armándote con lo remanente de las personas.
Con lo que iban dejando bajo las almohadas cuando ya sus sueños se volvían realidad.
Así que no sos más que eso.
Sos un rejunte de sueños ya cumplidos.
Ninguno por cumplir. Ninguna novedad.

Y algunas voces decían:
- Ahora sos fuego que apaga el agua. De pronto empezás a arder. Y todo se quema, tu cuerpo, se está yendo. Se está desintegrando. Pero de repente algo te salva. Te eleva.

Y él les contestaba:
- Nada me salva. Ya no.

Y las voces volvían a hablar:
- ¡Sí! Te salva desde adentro. Sentilo y dejalo salir. Sentí cómo está vibrando y dejalo salir.

Y recuerdo haberlo escuchado decir:
-¡No! Se tiene que quedar acá. ¡Acá! ¡Acá! ¡Acá!
Sus dos manos ahora sostenían su cabeza y la gravedad aumentaba. Se desplomaba. Se acurrucaba. Y se sentía chico, muy chico. Como una de esas partículas coloridas que caían del cielo. Que ahora de a poco se iban convirtiendo en estrellas de tamaño colosal que al caer quebraban la tierra en miles de fragmentos.

Agua. Sentiste cómo las gotas se iban juntando en tu lengua para formar un pequeño arroyo de agua cristalina y fresca que bajaba por tu garganta ardida. Pero ese arroyo se fue transformando en un río, y ese río en un torrente ininterrumpido que te hacía toser burbujas. Y después alguien te ayudó a ponerte de pie y te rodeaba con sus brazos. Y te besaba de forma intensa. Y te humedecía la punta de las orejas con palabras suaves, lejanas, que se iban aumentando al igual que su risa. Hasta no ser más que gritos, descontrolados, y el agua que caía de sus ojos y que no iba a parar a su boca poblaba el suelo en el que estabas tendido. No reía. Y ya no respirabas.






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