Cartas Vacías.

Todavía me puedo acordar, y reírme cada vez que me acuerdo, reírme de el calor que se genera. Aunque me acuerde demasiado de noches al azar. Y yo venía enredado en mis sombras. Y sólo te bastó con pasarme un trago fuerte y un narcótico de esos que sólo vos conocías. Todo lo demás fue sucediéndose en un una gama fuertemente colorida de luces, humo, gotas de sudor que cuando caían reflejaban brazos en el aire, moviéndose como serpientes indecisas. Una música que sólo hacía golpear mi mente a los costados de mi cráneo. Era confuso. Estabas confusa. Eras una mancha. Pero me reía mejor que nunca, y vos movías el pelo frenética. Recuerdo que te me pegaste, centenares de veces. Bajabas mucho más allá de mi horizonte de visión, pero de todos modos sentía tu espalda y tus piernas subiendo y bajando. Y yo me arqueaba. Sonaba una canción que te gustaba mucho. Muchísimo en verdad. Estabas sumida en una locura incomprensible. Pero yo hacía rato había dejado de tratar de entenderte. Pasaste varias veces por mi boca el pico de una botella que llevabas con vos de un lado para otro. Y cuando me decidí a beberla por extasiada inercia me chocaste tus labios, y te los bebí de igual forma. Luego tus brazos rodeaban mi cuello y te quedabas con tu frente pegada a la mía, moviendo sólo tus caderas. De vos salía un olor como a ron ligero, shampoo y humo de cigarrillo. Y tu boca tenía un fuerte sabor a chicle de menta metanfetamineado. No fuimos más que los dos. No fuimos ni siquiera humanos. Sospecho que por un momento nos fundimos con el humo y nos entrelazamos como salidos de dos dimensiones paralelas, para materializarnos nuevamente en lo más parecido a un humano que podíamos. Pero ese fue el momento en el que recuperaba mi consciencia y vos volvías a rematar con otra de tus sustancias. La noche fue entonces un sinfín de nada, acompañada con una música tan estimulante como lo que fumabas y soplabas en mi rostro. 
Fue entonces cuando caí, desde alturas insospechadas, y sentí como impactaba contra el suelo frío. Abrí los ojos. Nadie parecía haber notado nada, excepto vos, que ahora me mirabas con gestos circunstanciales. Y te vi darte la vuelta e irte. Yo te seguí, seguí a tu pelo que se colaba entre la gente. Me llevaste hasta la calle, donde la música se escuchaba como un parlante tapado con un repasador. Llorabas. Tus lágrimas caían como perlas negras muy pequeñas que iban dejando un rastro gris tras de sí. Me dijiste algo como:
-"Decime por favor que llega un momento en el que duele tanto que ya no duele más".
Yo te miré, saliendo de a poco del aturdimiento químico en el que estaba sumido. Y te pregunté:
-"¿Qué es lo que te duele?
-"La vida."- Me contestaste.
Y en ese instante ya nada importaba. Ya no. Así que te besé hasta que mi boca se espesó y se llenó del sabor grasiento del rimmel y de la sal de lo que llorabas.
Todo lo que ha pasado después de eso ha sido efímero. Y me da por días estúpidos en los que te extraño muy seguido. Lo cierto es que de ese beso no volví jamás.

-De Javier a Tangerine-

Comentarios

Entradas populares de este blog

Argia.

Son horas.