Diálogo con el coma.

¿Qué buscás de un viaje? ¿Adónde querés llegar sin el menor sentido de ubicación? ¿Y si te perdés en el intento? ¿Y si se hace imposible volver hacia atrás? Porque dicen que es una adicción, ¿sabías? Cuando hacia adelante se acortan las distancias y el mundo ya no te asusta empieza el tormento de no tolerar amar un sólo sitio. ¿Querés caminar sin rumbo? ¿Eso es lo que buscás de tu vida? Querés caminar sin rumbo, y que nadie te obligue a regresar. Ni nada. Por eso sos tan errante. Por eso no te aferrás. Por eso dejás ir todo en el pánico escénico de exponer tu vulnerabilidad a ojos muy críticos. 

¿Me vas a decir que a los pájaros se los encierra? ¿Estás de acuerdo con eso?

Solamente busco que me deje de importar. No conozco otra forma de apagar el dolor. Ni de cicatrizar heridas. Una roca, hundida debajo de un muelle descuidado, en el que una mujer vestida de bordeaux se sienta los días de sol a dibujar gaviotas. Ya llenó varios libros. Son gaviotas de grafito que dejan manchas en las nubes si se las deja volar mucho tiempo. Aunque, para ellas el tiempo no existe, ya que uno no anda por la vida dibujando relojes. 

Pero vos decías que no importaba cuándo ni cómo ibas a venir corriendo hasta la oficina con el soufflé de naranja y canela y me lo ibas a hacer probar. Me decías que me ibas a convencer de que la canela te recordaba a la casa de té en Córcega y que algún día me ibas a llevar hasta allá porque habías dejado una cadena de oro enterrada abajo de una piedra para obligarte a volver. Nunca probé el soufflé. Nunca jamás volví a escuchar de un lugar llamado Córcega y hasta creo que puedo imaginarme la cadena a millas debajo del mar. 

En esa época era otro hombre. Fueron años de gloria aquellos, y si no hubiera existido gloria alguna significaría que nunca te conocí. Pero eras tan real. Con la ciudad a tu alrededor te veías tan veloz. Tan acorde. Eras la nota justa en un pentagrama que se deslizaba a la velocidad de la luz. Ni siquiera parabas para fumar, o sí, ya no me acuerdo. 
Éste mar no tiene nombre y el muelle ya no aguanta más. Hace días que no veo a la mujer de las gaviotas. Pero sé que va a volver ya que se dejó el lápiz. Tiene que volver, por que hay muchísimas más gaviotas que meses atrás. ¿Te acordás del bar en Girona?

Me acuerdo que fanfarroneabas tu camisa de seda. Y yo te dejaba, por que sé lo que te había costado llegar a comprarla. En ese viaje me di cuenta. Me di cuenta que nunca fuiste mío, ni de nadie. Ni siquiera eras de Castellón, que increíblemente tanto te había cautivado. Y ahora me hablás de gaviotas. ¿Qué tenés en la cabeza? Me llevaste hasta el fin del mundo para nada. 

Yo no sabía. No me hieras más. Si pudiera abrir los ojos y salir de éste mar asqueroso lo compensaría. Te juro que lo compensaría. Siempre fuiste tan linda pero tan impaciente. La mujer-gaviota ya se fue. Como todos los que se fueron, dejando este rincón abandonado. Y el lápiz que usaba se ha convertido en sal. Una sal grisácea que se ha pegado a la madera podrida del muelle. Ya hasta el ruido de las olas me vuelve loco.
Acá sigo flotando, por debajo del muelle. La calma me aturde. Sé que estás del otro lado. Me pregunto si la gaviota bordeaux que se quedaba a comer gusanos de la madera murió. ¿O era una mujer? ¿Una mujer vestida de bordeaux? No, era una gaviota con voz de mujer. Cantaba el ritmo perdido de un vals. Uno que había escuchado en un revoloteo por los años pasajeros. Era el único sonido que conocía. Y ahora ya no está. La mujer se fue, y se llevó a las gaviotas.
Y todo se oscurece. Llegó el momento de partir. Ya no sé a quién le estoy hablando, pero sé que extraño a alguien. Quizás sea hora de mudarme a otras tierras. De nuevo.




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