-----Parte 3-----

La mañana del 25 de Diciembre me encontró en Avellaneda. El geriátrico "Luces" estaba conmocionado. Noche Buena se había llevado la vida del más importante de los hospedados, un tal Gastón. Un escritor, al parecer. No lo conocí, pero si conocía a Vale, la cuidadora de éste.

- Buenos días señorita Hannah, feliz Navidad.- Hannah era la secretaria del geriátrico, la que mejor me caía después de Vale.
- Feliz Navidad Javier, hoy dejáme tres, pero no más. No está el ambiente muy para fiestas.- Me dijo. Volví a la camioneta, saqué tres bolsas de cubiertos descartables y regresé al edificio.

Vale ya estaba ahí cuando entré, estaba apagada. No parecía la hiperquinética chica que me salvó dos años atrás de terminar en la calle, consiguiéndome un laburo en la fábrica Guinecce de plásticos y derivados, y una media pensión en unas habitaciones a cuatro cuadras de Luces.

"No puedo ofrecerte más que esto, pero en tu condición no creo que pidas mucho más", recuerdo que me dijo. Y era verdad. Venía de un viaje insalubre desde Mendoza, escapando de los adquisidores del hotel de mi padre, quién se marchó a Florida dejándome en el núcleo del conflicto.

-¿Qué pasa Vale, lo conocías mucho?- Le pregunté.

- Sí, nunca lo llegué a querer mucho pero era el único al que le gustaba mi turrón alemán.- Me dijo, agregando:- recién hoy me enteré.

-¿Que falleció? Pero si Hannah me dijo que vos habías estado anoche acá cuando pasó.- Le pregunté.

- No que falleció tonto, que su esposa tuvo un accidente hace como 15 años. Parece que era la única familia que tenía, por eso terminó acá.- Me dijo, apenada.

- Bueno, supongo que la suerte es selectiva.- Le dije.

- No tengás dudas de eso, mirá la suerte que tuviste vos.- Me dijo, moviendo sus cejas, confirmándolo. Otra vez, era verdad.

Salí del geriátrico, me subí a la camioneta y me dirigí al "Galpón". El Galpón era el depósito gigante que tenía Guinecce. Cuando llegué, Diego ya me esperaba con la última camionada de cubiertos. Con su ayuda, llenamos de nuevo la camioneta de productos y me dirigí a los últimos puntos de la ciudad que me faltaban. Siempre hoteles, o geriátricos, algunos restaurantes urbanos. Cuando terminé, a eso de las once y cuarto, mis ojos empezaban a escocer. Así que estacioné milagrosamente la camioneta en Mitre y me fui a comprar un café. Todavía tenía algunos minutos hasta las doce y media que tenía que volver al Galpón.

Solía hacerlo muy seguido, en realidad prácticamente todos los días. Comprarle un café y una tortita al cafetero y quedarme apoyado en alguna pared, viendo a la gente correr. Buenos Aires tenía su magia, sí, pero era para almas del tiempo. Más de una vez me chocaban el hombro y hacían que el café caliente se me derramara en el antebrazo. El problema no era el café caliente, sino que después de eso no había ningún "perdón". A pesar de eso, la capital me sirvió para asegurar mi fascinación por las grandes ciudades. Mi sueño era París.

Fue en una noche desvelada de mi primer año en la gran capital cuando agarré el libro que Vale me había dejado sobre la mesa de luz, Rayuela de Cortázar. Y hojéandolo sucedió. Esos pequeños segundos en los que en tus manos nace un nuevo sueño, parido por las letras sagradas de Julio.

"París es una metáfora".

¿Y cómo relacionar París con una metáfora?, basta con leer hasta el final, para saber que no hay nada en esa ciudad que no reviente el corazón.

Un viejo va caminando lentamente, esquivando a duras penas a la multitud. Y me acuerdo de Gastón, y qué desgracia morir solo. Pero luego recuerdo que era reconocido por sus increíbles anécdotas y cuentos. El viejo había encarnado muchos años vividos. Lo que pasa, que es lo que ahora llenaba mis neuronas, es que si en la soledad no encontramos musa la misma nos come. Nos engulle como las diminutas bacterias que reposan en la cáscara de una manzana al masticar. Sin dejar rastro, o no más rastro que la símil sombra de un alma en el limbo.

El viejo ahora cruzaba la senda peatonal, y mis ojos pasaban de su espalda hasta la mochila de un niño que pasaba a su contramano. La vida en una imagen, pensé.

Cuando el café ya estaba frío y la tortita digiriéndose, tiré el vaso en un basurero y guardé mis manos en el bolsillo. Tenía veinte minutos para volver al galpón, así que regresé a la camioneta. Crucé a las corridas, y observé al otro lado.

Una bofetada invisible, pero igual de dolorosa, una bofetada cardíaca. Un latido de más y fuera de lugar que pareció quebrar en mil pedazos mis costillas y aplastar mis pulmones como pasas, dejándome sin aire, sin siquiera la esperanza de volver a respirar normalmente. ¿Cómo era posible que se haya borrado así de mi mente? Y verla ahí, tan descoordinada con el contexto. Su nombre regresó a mí como sus ojos que se posaron, y la sonrisa después de la mirada. Me recordaba. La recordaba. Recordamos.

Era ella, era Tangerine.


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