---Parte 1---

Saqué una foto móvil con mi memoria. Ella no lo sabía, puesto que si eso sucedía lo más probable hubiera sido que se hubiera aterrado. Pero es que sus ojos cerrados denotaban que soñaba despierta, sueños plateados, y sacaba su mano por la ventanilla del asiento del acompañante, haciendo como que acariciaba la brisa de la velocidad, en ondas. En la radio sonaba algo con tinte de Tchaikovski, un casette viejo de música clásica que ella tenía en su cartera entre sus trastos inútiles, para menguar el viaje. Lo que no sabía era que lo único que lograba con eso era que mis párpados cayeran de sueño y el auto se inclinara siempre al filo de la banquina.

No supe en qué momento lo noté, jamás lo sabré, pero siempre que viajaba con ella algún distractor también nos acompañaba. Quizás la distancia milimétrica a la que mi mano sobre la palanca de cambio estaba junto a la suya acariciando el cuero del asiento, o el suspiro camuflado cada vez que se escuchaba un Do en violín. Son detalles que me arrepentiré toda la vida de haberlos notado, ya que siempre hacen más dolorosas las despedidas.

Los adquisidores del hotel "La Estela" se dieron cuenta que de algún modo los habían engañado para dejarles una propiedad en condiciones deplorables, y en los límites del derrumbamiento y alguna epidemia provocada por las ratas, recorrían el país buscando al hijo del último de los Reccardi. 

Osea, yo.

Mi querido padre se presentó una siesta de septiembre para avisarme que había cambiado su apellido por Jennier y que se mudaba a Florida. La única manera que tenía yo de escapar del ataque de los compradores era tomando el Fiat 600 que algún pariente lejano había abandonado a propósito en nuestro garage. Así comenzó.

A mitad de la ruta 40, cabe aclarar entre Mendoza y Neuquén (creo, ya no prestaba atención) tuve que hacer una parada. Sentarme un rato en alguna barra, tratar de aclarar el panorama con algún que otro whisky si tenía suerte. Fue cuando el bar "Rosablanca" apareció. Un nombre bastante fino para lo que en realidad era: un sucucho de mala muerte en el que más de un camionero transpiró sillas mugrientas debajo de alguna prostituta rutera. Sí, quizás suene muy directo, pero no era más que eso.

Sin embargo, ahí la vi. Luego de cuatro vasos diminutos de whisky barato se me acercó y yo sólo pude ver entre el humo sus prominentes incisivos mientras abría la boca para gesticular algo como:

-¿Me convidarías fuego?
- Tomá.- Le dije, sacando el encendedor de mi bolsillo.

Ella hizo "casita" con sus manos y luego de tres intentos pudo encender un virginia, soltando el humo de un sopetón. Me devolvió el encendedor.

Su nombre era Tangerine, cuya descripción es punzante pero necesaria. Sus ojos castaños con algún que otro destello anaranjado. Su boca era simple, su nariz tenía una que otra peca de sol. Su cabello castaño claro. No una modelo, tampoco la mujer más hermosa que alguna vez vi. Pero me deslumbró con esa necesidad que se acrecienta con grados de alcohol en la sangre y la confusión del humo de un bar.



Comentarios

Entradas populares de este blog

Argia.

Son horas.