Blanco.

Siempre vas a abrirte y volver a armarte, cual enfermizo Prometeo, siendo quizás yo el águila. Púrpura neblina cayendo de tu vientre a cada picotazo. Y en mis manos un señuelo se transformó en flor, una rosa de esas que hablan y que habitan en el B 612. Y luego de que depuraras todo el dolor avioletado de seguir viendo cómo te lastimaba la planté en ese pequeño hueco en tu piel. Tu carne se curó sin dejar cicatriz, y yo prometí volver mañana. La desenterraba, la besaba, la hería, la enterraba y la tapaba. Siempre, todos los días. Menos los días de lluvia, claro. Porque el agua golpeaba violenta en la ventana como tu testarudez. Y esa semana llovió cuatro días seguidos. Añoré mi rosa, y tu vientre, y tu neblina de padecimiento. 

Dejó de llover.

El miedo no se va sin antes doler un poco, amor, no se va. Pero yo siempre voy a estar acá para curarte. Y en cada curación el dolor se convertirá en placer, ese placer originado por la idea de que el mañana será mejor. Te encierro en esta lluvia y te amo una, dos, tres veces. Siempre. Nací para desenterrarme y enterrarme en vos. En una sola noche pasaste de ser víctima a ser criminal. Atándome, meciéndome, temblando, rozando, labios y labios. Danza de cuerpos abatidos. Ríes, gritas, cambias de lugar, calmas tu sed y alimentas mi hambre para a cada segundo querer más. Y yo estoy, luego del caos, sumido en la quietud.

Sólo cuando me doy cuenta de que no extraño al mundo y que podría morir con vos arriba del Cáucaso eterno me rindo. Mis días son tuyos, mi sangre también. Y si amar finalmente es extrañar y desangrar, te ruego morir con vos en este lago de sábanas blancas en el que hoy, casi sin piedad y sin ánimo de recompensa...

me sonreíste.





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