Balaclava.

Cuando el frío le agrietaba los dedos, era su perfecto momento. Ese de esos en los que se sentaba a un costado de la vida y se prendía un cigarrillo. Apretando la manga izquierda del sweater desde adentro, para así evitar que se colara aire helado y erizara los pelos del brazo. Con la otra mano separaba el cigarrillo de sus labios, y soltaba un humo denso y anhelado, que se arremolinaba en el aire como las trenzas rizadas de un recuerdo perdido con perfume de mujer.
Ese costado de la vida estaba cubierto por un terciopelo extraño, algo así entre sintético y aire. Era una matriz que envolvía a algunos pero no los cubría de nada. Solamente de aquello que no querían ver. Si mal no recordaba, tenía forma de cama. Y de repente se percató de que no estaba sentado en el costado de nada, sino acostado sobre un charco de sudor y cenizas de Marlboro, mirando un techo que reflejaba la nada misma en la que se había convertido una vida, no la suya, por que la suya la había perdido hace rato. Era un fantasma de humo, cerveza y tubos de luz quebrados. Por debajo de él un vapor con olor a suciedad que lo rodeaba de un sopor añejo, de esos que son tan intensos que no dejan dormir.
Cada vez que el mundo giraba él sentía sus giros, y todo el mundo seguía avanzando en un flujo social que no parecía cesar nunca jamás. ¿Era el único que lo sentía así? Todo giraba, sin parar, una dimensión centrífuga que lo expulsaba más aún al centro de la cama. Luego el vómito. La reincorporación, y la ojeada a la ventana. 
Buenos Aires lloraba desconsolada y dejaba caer sus lágrimas con fuerza sobre sus mejillas que no eran ni más ni menos que las ventanas de cada uno de los edificios. Casi que podía escuchar sus sollozos, amenguados por algún que otro bocinazo. 
Él extendió su mano de nicotina para ver si quedaba alguna gota de Grant's en el fondo de la botella. Pero no. ¿Y quién sabe cuántos días habían pasado desde que bebió el último trago? O quizás sólo fueron un par de horas antes de que el reloj diera las 23:34 y una mano invisible le diera ese empujón, esos empujones que son consecuencias de un efecto dominó de empujones mucho más inmensos y sin causa. Esos empujones que reciben, a veces, los que han divagado mucho tiempo por lo decadente de su humanidad. 
Así que sin quejarse demasiado se sentó al borde de la cama. Se llevó las manos a la cara sintiendo la oleada de aire con olor a filtro de cigarrillo, lo que lo hizo vomitar una vez más.
El tiempo lo había abandonado en algún punto del camino. Sólo tenía una única seguridad. Se puso de pie, despegó la camiseta de su espalda, se vistió los jeans y las zapatillas de lona, y sin pensarlo, casi sin siquiera calcular el frío que podía llegar a estar haciendo en pleno Julio en alguna calle perdida de Quilmes, apagó la estufa eléctrica y abrió la ventana. Dejó que el aire helado congelara su frontal, limpiara el sudor seco que tenía adherido en la espalda y en el pecho, cerró sus ojos. Casi podía sentir cómo las pestañas barrían en el sentido del viento que entraba. Luego abrió sus ojos, y sus pupilas se dilataron. Hubo un fogonazo, luego sintió cómo era expulsado hasta la otra pared del cuarto y cómo el impacto hizo que sus costillas se apresionaran contra sus pulmones, cómo si estuvieran dándoles un abrazo de despedida. Eso lo dejó sin aire por unos minutos. Luego, a gatas se dirigió nuevamente a la ventana y miró hacia afuera. Buenos Aires, lo que era Buenos Aires ya no estaba. Había desaparecido por completo. En su lugar se podían ver sólo ruinas, escombros. Un reino de escombros en el que el heredero al trono era él, por ser el único ser vivo. Buenos Aires ya no era. El mundo ya no era. Todo se había acabado. 

O quizás sólo se había acabado una parte de SU mundo.

Era la hora del despertar. Era la hora del comienzo.


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