Anís y Canela.

Estaba el que siempre se sentaba en la mesa más cercana a la entrada del café, por que los lugares tan repletos de gente y tintineos lo descolocaban y nunca era demasiado invierno para no dejar que una pequeña ráfaga le helara la espalda. Luego estaba el que amaba escribir en las servilletas, aunque lo que escribía carecía de arte y no despegaba sus orejas del celular. Enfrente de éste, el viejo más viejo de todos, empezaba la mañana con un té de canela cargado. El sabor de la especia causándole picor cuando descendía por su garganta lo sumía en un frenesí momentáneo que lo llevaba de regreso a algún lugar perdido en el campo. Finalmente Fresia, la mesera, se ponía de espaldas a la barra y dejaba que el borde de la misma le dejara una marca rojiza en la piel mientras esperaba el llamado de uno de sus clientes.
En el momento en el que al hombre cercano a la entrada se le partía el bizcocho de anís dentro de la taza de café, el que hablaba por celular escribía un "14" en una servilleta transparentada de gotas de aceite. El contrato cerraba ese día y si no convencía a los Taiwaneses su ascenso no iba a ser más que una posibilidad que una vez se le presentó.
El viejo carraspeó y expulsó con fuerza aire de la nariz, esa mañana se les había ido un poco la mano con la canela, pero no se quejó ya que su garganta estaba tan amarronada de las infusiones que mientras más intenso mejor.
A Fresia los días de Julio la ponían más risueña, y a veces cuando entraba una señora vestida con tapados volvía a sus 14 años y ayudaba a Alelí, su abuela, a preparar unos buenos bizcochos de ralladura de naranja mientras sus hermanos arreglaban la radio en el patio para poder escuchar el partido esa tarde.
El hombre de la entrada solía denominarse a sí mismo Ceferino, y se paraba de la silla en el momento justo en el que Fresia resoplaba con pesadumbre y se metía dentro de la cocina del local. Minutos después Helena la observaba y le preguntaba si nuevamente el hombre la había ido a buscar, a lo que la mesera torcía hacia un lado sus labios y afirmaba con cansancio.
En ese momento Pedro solía entrar y le avisaba a Fresia que un hombre la buscaba por la barra, y ella aprovechaba para ofrecerse a lavar los vasos y platos. Cuando la mujer le pasaba la esponja a un vaso choppero, a Pedro se le cayó el frasco de canela al frío suelo de la cocina. Luego de limpiarlo, llenó el espacio vacío que había dejado el frasco con una caja de anís.
Regresó a los pocos minutos muy alterado, el viejo del té de canela acababa de ser atropellado por un hombre muy alterado que manejaba un auto hablando por celular. De la sorpresa, a Fresia se le partió un vaso de plástico fundido en Taiwan.
Pasaron los días y Ceferino había encontrado la mesa perfecta para observar a la amada mesera que en ese momento entendía las perplejidades de una vida en movimiento.

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