-----Parte 4-----

Cruzo la calle, como si estuviera en la bicicleta con el sentimiento de la misma, es decir, ese entusiasmo de montar en el primer regalo tan anhelado de la infancia. La novedad, el viento en los oídos, un par de bocinas que no alcancé a escuchar muy bien. Luego una madre con sus dos hijos la tapó, pero volvió a aparecer, y esta vez ya no me miraba a mí sino a los metros que tenía por delante antes de llegar a la esquina. ¿Tan seguro estaba de que era Tangerine? Y en el caso de que fuera, después de tantos años, ¿se acordaría de mí? Odio esta estupidez de no poder quedarme con preguntas en la cabeza, cortesía genética de mi mamá diría mi padre. Nunca la incertidumbre, nunca la censura, ni los pelos en la lengua a la hora de putear.

- ¡Tangerine! - Grité, ella no se volvió. Corrí unos metros para alcanzarla pero el semáforo de los peatones cambió a rojo. Luego la estampida de gente en la otra cuadra, y se perdió como una gota de agua mineral en una ola. Ya está, las oportunidades tienen fecha de vencimiento. La única chance que tenía de reconectar mis brumas terminó en la esquina de Belgrano y Gral. Lemos.

Al regreso, volvía al galpón con el efecto estupefaciente haciendo latir mi sien. Un caño de escape rugió y la realidad me aferró nuevamente. No era ella, no podía haber sido ella. Y en todo caso, ¿qué hacía yo persiguiendo un fantasma? Tenía una vida, a pesar de que mi viejo era un atorrante había podido conseguir una vida, lejos del sur donde las sombras le ponían precio a mi cabeza. Cuando me fui de ese hostel juré jamás volver a pensar en ella. ¿De todas formas por qué me habría ido ese día? Volví a la adolescencia, esa es la verdad, donde veía a todos los pibes de la secundaria en el jueguito del amor virtual, y yo siempre quedándome en casa los sábados a la noche viendo la saga de La Guerra de las Galaxias con mamá. Me aterré, y ahora la guerra era mía y la galaxia un humo con el nombre de Tangerine. Jamás fui buen Jedi.

Diego me cubrió la última hora que me quedaba, así que de regreso a casa me sumergí en la infusión estival que era la humedad, la muchedumbre y el calor de una Avellaneda que se derretía bajo el sol.

Enero tenía ganas de comenzar sin piedad, azotando con calor y castigando con gotas de sudor en la ciudad porteña. Sin darme cuenta corría con lágrimas en los ojos hasta Valeria, me desplomaba en sus pies y tosía.

- Tengo la necesidad de hablar pero no podría asegurarte si lo que diga serán palabras o gotas de sangre Vale.- Le dije, limpiando mis ojos con el borde de la camiseta.
- Yo sé qué necesitás.- Me dijo. Y al rato volvió con una porción de turrón alemán.


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