Hay relojes.

Camino, hay relojes.
Canto, hay relojes.
Corro las cortinas, hay relojes.
Me miro en la cerámica que distorsiona, hay relojes.
Cierro los ojos, hay relojes.

La eternidad acunada del péndulo en el cuadrante que viaja de Bahía Blanca a Temuco, pero en el micromundo del tiempo que va, que viene, va, viene, va, viene. Constante, hasta morir. Y aún ya muerto el inquilino, el que se hamaca sigue abanicando en soledad, terco, viendo como los días secan el algarrobo y le dejan el tiñe naranja tradicional.

Pero volviendo a esto de cerrar los ojos y ver relojes, escucharlos masticar hambrientos, como si fueran el telón orquestal de una vida. 

Vivimos entre relojes, y vivimos todo lo que ellos imperan.
Por cada persona que nace a cada segundo se fabrica el doble de relojes,
y sí, qué locura pensar que vamos a tener que mudarnos a otro planeta por quedarnos sin espacio. Una verdadera invasión... ¡DE RELOJES!


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