La infinidad de lo mínimo.

Día austral, con un poco de amargura ayer nos reíamos de vos en la cocina. Nos acordábamos con el velo de acordarnos, de acordarnos de todo, no sólo de las estupideces que nos habían generado la necesidad de encontrarnos. Vimos toda la película otra vez, como anfitriones de una era que fue demasiada y suficiente. Apretando labios y tragando saliva. Conocemos las mordidas en las calzadas y las curvas donde solíamos volcar, los cuerpos a la inercia de la centrífuga dejadez de amar sin sentido común. De amar joven. De amar tercos.

De amar por las rutas que quedan ahondando en la mirada del hombre que soy cuando no soy hombre sino más bien camino. Vos ayer sabías que estaba ahí ecualizando la manía, locura despierta del viajero que duerme. Y te vi porque te pensé al llegar, como si te extrañara de años, pero nunca tan diferente como mañana, pues hoy vas a escuchar todo lo que tengo para decir y vas a marcar, marcar esas frases en mí que sólo significan algo haciendo ese truco de rascar lo que todos ven, abrazar lo que no está ahí pero está.

Y mientras jugabas con tus dedos y las cucharas y los moldes me dominó la pelotudez que me define en la improvisación, poniendo en mi boca la palabra belleza, pero definiéndonos como lo conceptual del absurdo relativo, esperando que me dijeras que para vos no era lo mismo. La belleza que somos cuando nos encontramos sin darnos cuenta siendo lo que ojos abiertos no ven. La infinidad de lo mínimo. Pero asentiste con la cabeza y otra vez más deseé no estar ahí. Y lo notaste, porque me agarraste la mano fría y me dijiste que vos tampoco te sentías bien con esta distancia.

La desinflada redención de los corazones fuertes que se ablandan a escondidas de lo cotidiano hoy gana esta partida. Y una vez más coincido con lo fuerte y lo débil de vos, y nos mezclamos con el minutero de estas noches para no volver.




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