Cuarentena.

Quedaba lento, suspendido,
como un grupo de células de luz,
sobre un ángulo de la ceja, el sol,
invitaba a que el momento se extinguiera,
y sonreía y solo sonreía,
había entendido cómo funcionaba el cuerpo,
y cómo alinear los tactos.

También sintió el calor,
y volvió a los veinte años perdidos,
en la pirca de las letras que veía y que presentía,
con las ases y ces que le anunciaban una verdad,
y llovía por su cuello, suave pendiente,
pegándose a su clavícula y sintiendo esa oleada a victoria,
que en el mundo de los hombres ocurre una sola vez,
llegando al destino, a kilómetros de la muerte.

Un dorado despertar,
del aparente absurdo,
y todo amanecía.

El mundo ya no funcionaba,
con los eternos entendimientos,
pero aún así tenía sentido.

Y en el páramo de su ciudad,
su ciudad pequeña,
que cabía en un dedo,
solo hablaba el viento,
solo transmitían los gorriones,
una frecuencia sepulcral,
solo chirriaban los viejos ventanales,
solo raspaba el óxido al hierro,
y casi también se unían los brotes irrumpiendo,
el asfalto,
como una sinfonía de mudos,
pero hermosa cualidad del fin.

Los hijos volvían a la fuente,
él los vio,
yo los vi,
los vimos para siempre emprender su regreso.

Había llegado el tiempo de la Madre.








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