Continuum.

Yo siempre tuve que aprender que vos no mirabas con tus ojos. Aún así me olvidaba y volvía a buscar que algo se derramara sobretodo cuando los achinabas en una sonrisa, pero entonces en un giro te ponías a 180 grados de mí y ya no te veía la cara y bajaba la mirada por tu espalda, tus nalgas, tus piernas y llegaba adonde de verdad tenías el rostro. Esa credencial con la que te presentabas al mundo, a tus momentos de vulnerabilidad, a tu soledad y también a tus instantes de brillar hermosa y centrífuga. Girando satelital a un punto fijo indivisible debajo de tu pie izquierdo que me llevaba de vuelta a la peonza, al patio-mundo infinito de las Escolapias y acaso también años después a las escaleras del Sacre Coeur, con las violinistas, el sudor pegajoso y todo lo fantástico de un niño. Obvio que vos no sabías eso, no sé si te enteraste alguna vez, y en una de tus vueltas cósmicas lloré como un hombre, en silencio, aguantando la respiración y funcionando con un solo lacrimal.

Porque ya me habías anticipado que te ibas, que me dejabas un sillón y un cuaderno. Aunque todavía vos no lo supieras, yo sí. El primer día que audicionaste lo supe. Lo supe cuando te vi bailar y practicar todos los días, a veces girabas tanto que me tocaba sostenerte el pelo mientras vomitabas en algún baño público, en alguna obra de teatro, hasta que ya bailabas tan perfecto que de lo rápido que ibas ni del pelo podía sostenerte. Lo supe cuando hacíamos el amor, y me daba cuenta que tu cuerpo se transformaba, que de lo blanco y terso casi que podía verme la cara, como si estuvieras hecha de espejos, un pálido espejo mate que había comenzado a brotar en alguna primavera desde la capa de tu piel trigueña, cubriéndola por completo, quitándole color pero no así volviéndote menos hermosa. Y reflejándome a mí, dándome la pauta de que los cuerpos ya vienen configurados para reflejar sus cuerpos iguales o a volverse espejos cuando hay amor o cuando hay miedo o cuando te vas. Lo supe cuando empezaste a rotar menos, y a desvanecerte más. Lo supe cuando dejaste de bailar para poder respirar. Lo supe, mi amor, ese día lo supe.

Hoy no sé dónde estás.
Igual sé que estás girando, como una luna alrededor de mi cabeza, que vaya uno a saber qué Coliseo o Teatro intergaláctico de seguro te quedó chico y por eso a veces volvés al viejo departamento y te acostás conmigo a dormir la siesta. Lo sé porque el día que te fuiste habías dejado tu cuerpo-espejo sobre la cama y lo vi meterse, como quien se va introduciendo lentamente al mar, a las aguas grises del espejo del baño. Y ahí también me parece verte algunas veces, cuando me afeito, cuando me van saliendo las canas y las arrugas, cuando me fui a vivir a Madrid y regalé el sillón.
El espejo y el cuaderno, lo que me queda. Tu espejo-cuerpo, que está intacto como el recuerdo de la juventud y me sigue viendo a mí levantarme y acostarme, casarme, ser papá. El espejo que vio la cara de preocupación de Lucía un día que entró a la habitación y me descubrió hablando "solo". El espejo que me vio enfermar. Las aguas del mar gris que, cincuenta años después, se aparecen ante mí como una marea, mojándome los pies, luego mis rodillas, mis caderas, mi ombligo, mis hombros, mi cara, mis ojos que ahora se abren y te ven.

Después de tanto bailar.




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