Torcaza.

No puedo sacarme de la cabeza todo esto que reverbera ahí donde nadie escucha las palabras, como si salieran de niños dormidos que nunca conocen la mentira. Y hoy también lidiando con los soles del día que cambian sin avisar su luz, y juguetean perdidos con sus rayos como brazos en las ventanas, limpiando cristales llorosos por lo que quema la calefacción de los cuartos. Los inviernos son así en el desierto, querido guijarro.

Como esta línea de torcazas que sombrean los aires por la mañana, siempre es mejor esa brisa para difuminar los murmullos de la noche, los que hablan de vos y yo, llegando a algún sitio. 

¿De qué forma puedo decirte que pensé en vos durante toda la vuelta? A la ida no tanto, porque allí en ese hueco uno va pensando en uno mismo. Sino después a la vuelta, cuando solo está uno y su vacío. Ese que no llenan estas ganas inmensas de cambiar el mundo, o de exponer algo, lo que sea, con la sencillez antagónica de la pseudociencia con la que busco explicar todo, hasta lo que siento. En la esperanza ridícula de creer que vos antes que yo entendiste las palabras del tetris que encajan con lo que te está pasando, pero que se te han perdido por la mente como perdigones en la carne. Y te perdono.

Todos estos farsantes de las luces de emergencia, que sólo están para iluminarte los desatinos. El celofán rojo, los doscientos pesos, el olor a malbec que sale de tu boca y un festejo que quedó pendiente. Todo el dulce y el amargo de la mejor noche de Julio.

Si tan solo la vida fuera este instante fugaz en el que me sonreís.












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