Viejo amor de las veredas.

La caja golpeaba, se encendía, y el calor llegaba a mi boca, y cansaba. Pero era una maratónica prueba de resistencia en la que el perdedor lo perdía todo. El audaz intento de llegar a meterme tanto en tu cabeza que marinaba las palabras en una violenta belicosidad  de silencio y respiraciones entrecortadas. Después la sutil apertura de alas dirigidas a las constelaciones de tu almohada y mis dedos pasando lentamente por tus antebrazos y entrelazándolos con tus plumas blancas en el ápice. Levantando la cabeza como el esclavo abolido de su libertad y mirarte a los ojos, abiertos hacia mundos tuyos, con el metálico aliento a sangre desde el pliegue interno de tus labios, inspirando rápido y profundo, con las mandíbulas apretadas.

Y sentía la necesidad insoportable de humedecerte la oreja con algo que te hiciera regresar pues no estaba seguro de que supieras lo que estabas haciendo y eso me volvía loco. Pero te besé mejor el cuello, y tus plumas se erizaron fuertemente entre mis dedos y ahí volé yo.

Y el cuadro completo ya no importó, y lo que no podías decirme se dijo solo, y lo que esperé se convirtió en segundos que no conocieron la derrota, y la mentira de la ciudad y tu encaje perfecto, y tu búsqueda constante de técnicas para continuar pretendiendo, la holgada verdad del centro y su decadencia, y esto de correr por la alameda con el corazón latiendo sabiendo que esta vez la particularidad de encontrarte en algún sitio ya no era tan particular, pues sabía que por ahí andabas, como yo, buscando lo mismo... O la visión borrosa etílica de los bancos de la Plaza Independencia una mañana helada y besarnos, besarnos, un día de verano donde te mostré mi infierno y lo supiste entender, y los años, los años. 

¿Y ahora dónde estoy? ¿Cómo vuelvo a vos? 

Y entonces recordé lo que hace tiempo fue un mero acto de cercanía, porque ninguno de los dos estaba bien en el ocaso de los incontables días de enojo, en soledad, y en su momento el poema que nunca te mostré nació como la gota de la escarcha.

Es este mundo que todavía no entendés,
pero que está a la espera,
de tu aventura onírica,
temple en la tinta de un nuevo verso,
y casi eterna.

Simple línea serpenteante del abecedario de los sueños,
y viejo amor de las veredas,
vuelvo a recordar tu gracia,
balanceándote en el cordón,
apoyando tu cabeza,
en mis hombros que se desmoronaban,
pero con dolor se quedaban firmes,
el pacto de sólo saber que esa era la última vez,
que te tenía tan cerca.

Pupilas del mar que nado,
pequeña costa en tu nariz,
donde drenaba tu melancolía,
donde apoyaba mis labios y te daba cosquillas,
conté tus pestañas dos o tres veces,
antes de darle voz a alguna promesa.

Viejo amor de las veredas.
El silencio es un mundo blanco de vacíos, 
donde nadie oye tu canción. 
Si tan bonita es como suena en mis oídos,
no entiendo tu ambición,
de regalársela a la nada. 

Regalámela a mí que hoy te espero, 
pero regalámela sin miedo, 
hacela con todo de vos, 
explicame lo que sabés de la belleza imperfecta,
decime si te puedo buscar,
que yo también tengo mis canciones,
para que escuches, y para que cierres los ojos,
y yo te siga,
y ganemos esta tregua que vos y yo tanto nos merecemos.

Hoy llegas,
nuevo amor de la avenida,
para desmoronarte otra vez en mí,
y esta vez es para quedarte cerca,


Mañana, por siempre, y hoy.

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